22/05/2025

Recuerdo.
Recuerdo ser chico y que Confessions on a Dancefloor abra mi corazón y mis oídos para siempre. Acceder, de a poco, al resto de la discografía de Madonna. Enterarme de un nuevo lanzamiento suyo, Hard Candy. Comprarlo en CD, oírlo fuera de casa en un mp3. Que me regalen luego de mucha insistencia una entrada para ir al recital de esa gira. El miércoles 3 de diciembre de 2008 vi a la reina del pop en River, un mes después cumplí ocho años.
Veo.
El año pasado, un posteo de Instagram puso frente a mis ojos su retocadísimo rostro y una noticia de instantánea visualización mental. “👀👀👀”, envié a un par de cercanos junto al link de la publicación. A los pocos días ya teníamos los pasajes y el alojamiento para ir a Río de Janeiro y, quince años después, volver a un recital de Madonna. Fue así que el 4 de mayo de 2024 éramos cinco pares de ojos amuchados entre el millón y medio más que se congregó en Copacabana para ver la parada final del “Celebration Tour”. Volví a Buenos Aires vistiendo la remera estampada con el cartel del concierto.
Ir.
Fue una experiencia vivida como algo que difícilmente pudiera darse de nuevo. Y si bien la noche del sábado era su punto álgido, podía sentirse que Río venía respirando la llegada de ese momento desde días atrás. La única forma de escapar de la interminable sucesión de canciones de Madonna sonando en los bares costeros de Avenida Atlántica era tirándose al mar. Ya habíamos sido recibidos con ellas en los altavoces del aeropuerto. Este tipo de acontecimientos, junto a otros menos musicales y más bizarros, hacían del evento algo similar a lo que debe haber sido para la ciudad el Mundial de diez años atrás. El jolgorio brasilero puesto al servicio de la máxima expresión de un fenómeno cultural y popular. Como el fútbol, la música es una pasión y la pasión nos lleva a lugares. Ir a ver a Madonna fue el epílogo glorioso de un suceso que trascendió a su estrella y la volvió parte de un todo genial.
Pienso (escrito en Brasil).
“Qué vehículo el pop”, medito mientras miro el cielo acostado en la arena de Copacabana. Ya lo había pensado escuchando un tema de Chappel Roan en el avión, aún en Buenos Aires duchándome con “Thriller”, escribiendo sobre el fenómeno que fue Brat rumbo a su primer aniversario. Dormí poquísimo. Desde el mar llega una especie de rocío que interrumpe brevemente mi letargo retrospectivo y el placentero asedio del sol carioca.
Hace ya meses sabíamos que este año le tocaba a Lady Gaga ser el ícono que suba al escenario montado sobre esta playa el primer sábado de mayo. Sin estar ni cerca de sentir por ella lo que siento por Madonna, el razonamiento fue el mismo: “¿cómo no voy a ir?”. La remera del recital está más barata de lo que me costó el año pasado, la ciudad -más allá de la incesante reaparición de "Abracadabra" en algún parlante- no parece estar tomada al mismo punto de lo que fue aquella vez, sumida en el efecto de la novedad. ¿Acaso importa? Mayhem resultó ser un disco lo suficientemente potente para renovar el impacto global de Gaga y su apuesta escénica, como pudo verse en su set de Coachella. Nuevo pensamiento: “caipirinha”.
Probar.
El intento a contrarreloj de familiarizarme con la discografía de Stefani Joanne Angelina Germanotta hizo de mí una especie de alumno libre rindiendo examen para una profesora con trayectoria. No me gustaba la idea de llegar a semejante evento sin poder aportar mi granito de arena vocal ni de esperar hasta el final del show para, ahí sí, sumarme al coro de “Bad Romance”. Más allá de la intención de escuchar todos sus discos y la lectura en diagonal que facilita Spotify, por suerte la profesora también hizo su parte: el ya mencionado Mayhem, eje del temario, resultó ser súper interesante. El combo de singles que dan inicio al disco pone toda la carne al asador y muestra la capacidad de Gaga de renovar una estética sonora sin resignar su impronta. La filosa “Disease” da paso a “Abracadabra”; el mundo es un mejor lugar desde que ese tema existe.
Procurando sin éxito aprender su coreografía es que la noche previa al concierto nos propusimos caminar hasta la zona del escenario “a ver qué onda”. Al igual que el año pasado, el inmenso armatoste estaba ubicado frente al Copacabana Palace, donde residía la madre de los monstruos -nunca dejó de haber varios de ellos haciendo guardia fiel en la amplia vereda del hotel-. Un puente cerrado conectaba ambos recintos para resolver el traslado de ella y sus secuaces la noche del concierto… y la noche previa. El bullicio creciente que se oía a medida que nos acercábamos a destino sugería que alguna situación estaba ocurriendo. “¡A Gaga está no palco!”. Lo que era una peregrinación nocturna se volvió una breve maratón, mayoritariamente compuesta por hombres en sunga o con totebags. Aceleramos el paso y casi al instante cantábamos “Vanish Into You”, otro de los puntos más altos de Mayhem, junto a su creadora.
Tras un intervalo, la prueba de sonido se extendió durante un buen rato, al punto de llegar a sentir que ya estábamos viviendo un poco de lo que nos deparaba el día siguiente. Con cada canción que pasaba, el despliegue visual y sonoro iba en aumento. Hasta que la protagonista de la noche se fue a descansar su increíble voz, fuimos testigos y participantes de una inesperada fiesta. Regresando, el clima citadino ya era otro.

Llegar.
Río de Janeiro es un deleite y recorrerla, suficiente plan para una escapada. Un mediodía caluroso en Ipanema puede detener provisoriamente el tiempo. Sin embargo, cualquier día que termina en un evento muy esperado queda atravesado por un cóctel inevitable de sensaciones donde todo lo previo a él se ve levemente trastocado. No hay tutía; que lo más deseado de una jornada esté en su final tiende a volver transicionales a todos los lugares en los que se está antes, si es que se logra realmente estar en ellos. Era sábado y a la noche tocaba Gaga.
Una botella térmica cargada con cerveza era el único bulto que nos acompañaba mientras atravesábamos todas las instancias de fila y control policial previas a ser liberados sobre las clásicas veredas de Copacabana. Pabllo Vittar, figura del Brasil queer, y su DJ set sonaban a kilómetros de nosotros. El intento de acercarse lo máximo posible al escenario se vio detenido ni bien una gran cantidad de gente, generalmente en grupos, decidió sentarse sobre la arena hasta el inicio del recital. En el mientras tanto, Troye Sivan, Beyoncé, las ya mencionadas Charli XCX y Chappel Roan entre otres se turnaban en las inmensas filas de parlantes. “¿A quién le tocará el año que viene?”, nos preguntábamos.
Nuevamente, se me hizo presente la sensación de que la fuerza de (a)tracción que tiene la música pop no la tiene otro género en este momento. Más allá de su atemporal encanto, estamos en una época donde el pop pareciera ser el canal para muchas otras cosas, profundas y disruptivas, que meras canciones pegadizas. Mi divague se vio ferozmente interrumpido por la oscuridad que bañó por un momento al público y el bramido de excitación que lo acompañó.
Estar ahí.
Durante dos horas, la cidade maravilhosa tuvo dueña. Un concierto minuciosamente pensado donde la dimensión musical, como era de esperar, ocupaba sólo una de las caras del triángulo que conformaban también lo visual y lo performático. Su introducción, un “manifiesto del caos”, le añadió temática a la situación antes de que oigamos una nota. Mayhem pareciera ser la forma encontrada por Lady Gaga de hacer de sus demonios y de cierta naturaleza dual un concepto artístico. El video dio lugar al anuncio del primero de los cinco actos del recital y luego sí, a la música. Y a la escenografía. Y al vestuario. Y a la coreografía.
Tras la ascendente aparición de Gaga y una breve versión operística de “Bloody Mary”, la diva pronunció “the category is: dance or die”. “Abracadabra” y su megafonético estribillo dieron inicio a la fiesta, que continuó con “Judas” sin interrupción alguna. Sonaron doce de los catorce temas del nuevo álbum, con la inclusión de la exitosísima “Die with a smile” a pesar de la ausencia de Bruno Mars. Justo antes de ella, el doblete de “Killah” y “Zombieboy” marcó uno de los mejores momentos de la noche. Qué voz que tiene esta mina.
Durante toda la previa y el concierto se hicieron oír los miles y miles de abanicos con los que el público marcaba el ritmo y agitaba, a su manera, el clima. Gaga fue muy expresiva para con su fanaticada brasilera y la comunidad LGBTIQ+, siendo recompensada con el “Gaga eu te amo” de la multitud. Un desperdicio ser argentino y hétero. Inobjetables las presencias de “Poker face”, “Paparazzi”, “Shallow”, “Alejandro” y “Born this way” repartidas por el setlist antes del lógico cierre con “Bad Romance”.
“¡¿Y ahora qué?!”, era nuestro pensamiento cuando cesaron los fuegos artificiales que emergían del mar y -aún con Gaga y sus bailarines sobre el escenario- se dio por terminado el evento, dejando “solas” a más de dos millones de almas. Sólo hay un consuelo ante ese crudísimo después, en el que de golpe convergen la cercanía del regreso a la vida real, la sensación de que la dicha que recién atravesamos jamás volverá y nuestra mismísima mortalidad (luego supimos que casi volamos por el aire): que “estuve ahí”. Y que decidí bailar.
Emilio Catalan
