9/01/2024
Hace pocos días, se publicó “Canciones para cantar en el cordón de la vereda”, un álbum inédito que Miguel Abuelo grabó en 1982, en simultáneo al debut discográfico de Los Abuelos de la Nada. Como apunta Alfredo Rosso, reconocido periodista y exmiembro de la histórica revista El expreso imaginario, se trata de “un demo con status de disco” compuesto por diecisiete piezas que Miguel registró en los estudios de la compañía RCA. El trabajo incluye versiones inacabadas o embrionarias de canciones que luego se publicaron en Buen día, día (1984), otras inéditas y tres poemas recitados desprendidos de Paladín, un poemario que todavía esquiva una edición tradicional pero que solía circular entre sus allegados por gestión de Omar Serra, amigo, actor, dramaturgo y director de teatro.  
Leonel Acosta, uno de los tres responsables de Ediciones Insolubles, el sello a cargo del lanzamiento, cuenta los entretelones de la historia: “Recién comenzada la década del ´70, Miguel se fue a Europa. En ese peregrinaje, él sacaba la guitarra y tocaba con sus amigos, Miguel Cantilo y Kubero Díaz. Una década más tarde, volvió al país con todas esas canciones de tránsito”. En 1982, luego de producir el primer disco de Los Abuelos, Charly García incorporó a sus filas a Gustavo Bazterrica, Cachorro López y Andrés Calamaro, tres integrantes fundamentales de la formación más recordada de la banda. En esos ratos libres que sus propios compañeros le habían dejado, Abuelo empezó a tocar canciones que lo habían acompañado en los tiempos muertos de su periplo europeo; un repertorio callejero y trotamundos como él mismo. 
Canciones para cantar en el cordón de la vereda
Juanjo Carmona, autor de El paladín de la libertad (2021), una biografía sobre el músico y poeta, lo define de la siguiente manera:

Fue un hijo de la calle, de los libros y del buen humor, que descubrió su camino a golpes de contradicción llegando a convertirse en un espía del inmenso accionar universal. Su jerga macarra, picante y alegre (sólo vista en poetas como González Tuñón) se volvió melodía que alimentó nuestro espíritu y nos hizo bailar por siempre.
 
Las palabras de Carmona están provistas de un cuidado casi enciclopédico. Cuando, por ejemplo, dice que Miguel anhelaba “convertirse en un espía del inmenso accionar universal”, se refiere a un viejo sueño que acompañaba al músico en la década del ´60: escribir un libro que compilara todos los conocimientos que la calle, el arte y las lecturas le habían brindado y que se titulara, precisamente, “Historia universal de la realidad”. Su relación con la literatura data de aquellos días.
Antes de transformarse en Abuelo, Miguel Ángel Peralta compartía un pequeño cuarto de pensión con el poeta y periodista, Pipo Lernoud, donde leía y recitaba a Hegel y a Nietzsche y lo apasionaban las obras de Baudelaire y Rimbaud. La leyenda en torno al nombre de la banda también retrata su acervo literario: a instancias de Pipo, Miguel había concertado una entrevista con la discográfica Fermata. Lo recibió Ben Molar, autor y compositor de tango, a quien le aseguró que formaba parte de “Los Abuelos de la Nada”, pese a que el grupo no existiera realmente. Lo interesante es que ese nombre surgió de un fragmento de la novela El Banquete de Severo Arcángelo, de Leopoldo Marechal (1966), que el músico estaba leyendo por entonces. La frase que memorizó tomó cierta notoriedad con el transcurso de los años y hasta podría calzarle como minibiografía: “padre de los piojos, abuelo de la nada”. Como fuera, Miguel debía reclutar otros músicos interesados en integrar ese nombre sin banda y tuvo tan buena puntería que en Plaza Francia encontró a Héctor “Pomo” Lorenzo, quien después se transformaría en el histórico baterista de Invisible, Pappo´s Blues y Spinetta Jade. A través de Pomo, Miguel también conoció al bajista, Alberto Lara, y al tecladista, Eduardo Fanacoa. Luego se sumó Claudio Gabis, futuro integrante de Manal, en la guitarra. De este modo se compuso la primerísima formación de Los Abuelos de la Nada que grabó su primer simple, Diana Divaga, en 1968.
Carmona también da en el clavo al comparar al músico con Raúl González Tuñón: una de las diecisiete piezas del flamante álbum es, precisamente, la musicalización de Canción para vagabundos, escrita por el poeta y periodista porteño nacido en 1905. La poesía tuñonesca adoptó tempranamente una máscara, al amparo de la cual su voz dio paso a un "estado de constante exaltación lírica", tal como él mismo lo definió. Su alter ego literario fue “Juancito Caminador”, inspirado por la célebre marca de whisky, Johnny Walker. "Entusiasta, impulsivo, fraternal, Juancito empieza hablando de sus viajes para después recordar su infancia y adolescencia", apunta el crítico literario, Daniel Freidemberg, en El corazón alborotado del mundo (2005), donde considera al poeta como un “precursor en el hallazgo de una entonación argentina –o porteña, o rioplatense– para el discurso poético”. Hay dos grandes facetas de la lírica tuñonesca, tal como destaca Nilda Arcari en El humor de Juancito Caminador (1982): “una, la del poeta revolucionario y exaltado; otra, la del poeta itinerante, insomne y nostálgico”. La trashumancia de Juancito se parece a la de Abuelo, la otra máscara de esta historia, aquella con la que Miguel Peralta recubrió toda su exaltación artística pero también parte de su experiencia vital. Del mismo modo que “Juancito”, “Miguel Abuelo” fue un artificio literario, pero no solamente por el origen novelesco de su nombre, sino por la profunda convicción que lo movilizaba: vivir al servicio del arte, a tono con las nociones vanguardistas de la época: 
El arte y la vida se han ido confundiendo hasta hacerse inseparables. Todos los fenómenos de la vida social se han convertido en materia estética. Se acabó la obra de arte porque la vida y el planeta mismo empiezan a serlo (…). El futuro del arte se liga a la definición de nuevos conceptos de vida; y el artista se convierte en el propagandista de esos conceptos. El ´arte´ no tiene ninguna importancia: es la vida la que cuenta. Es la creación de la obra de arte colectiva más gigantesca de la historia: la conquista de la tierra, de la libertad por el hombre.
El fragmento es de Mensaje en Di Tella (1968), un manifiesto político firmado por Roberto Jacoby, sociólogo y artista conceptual que, tiempo más tarde, escribiría muchas de las letras de Virus. Jacoby lee a Tuñón pero también a autores como Arlt, Marechal, Girondo o Castelnuovo que, como apunta Freidemberg, conformaron “el impreciso espacio vanguardista que, alrededor de las revistas Inicial, Proa y, sobre todo, Martín Fierro, renovó radicalmente la literatura argentina entre 1922 y 1930”. Abuelo no se inscribía expresamente en las vanguardias; en palabras de su compañero de banda, Daniel Melingo, era “un rey linyera” que “mezclaba escuelas”, pero sin dudas una de ellas fue la poesía argentina de principios del siglo pasado. Estas canciones para cantar en la vereda son testimonios de un nomadismo semejante, por ejemplo, al de las primeras obras de Oliverio Girondo. Desde el vamos, el título es fácilmente emparentable con el del primer poemario del escritor, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), y ambas obras, el álbum y el libro, documentan de una manera análoga las relaciones vitales de sus creadores con el mundo urbano en donde se movían. A propósito, hay otro episodio biográfico del cantante que lo acerca a la cosmovisión girondista: antes de emigrar, Miguel tuvo un encontronazo con Pappo, quien poco tiempo atrás se había incorporado a los ensayos de aquella formación sesentosa de Los abuelos de la nada. Tal como se cuenta en el documental Buen día día, de Eduardo Pinto y Sergio Constantino (2010), Pappo le comunicó su intención de que el grupo se ciñera al blues, a lo que el autor de Diana Divaga respondió: "Entonces seguí vos. Yo tengo una coctelera de ritmos en mi cabeza". Miguel no estaba dispuesto a aglutinar todas sus inquietudes musicales bajo la marca blues porque no había un único formato capaz de contenerlas. Y acá entra el diálogo con Girondo, quien, en Espantapájaros (1932), escribe: 
Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades (….), no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, hasta en el W. C. ¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera!
Por otro lado, como señala Beatriz Sarlo en el artículo, Oliverio, una mirada de la modernidad (1988), Girondo “cultiva una distancia respecto de los objetos, que pertenecen al ´mundo´” porque en última instancia la escena urbana que se le presenta “no tiene historia, en consecuencia, nada puede perderse ni convertirse en objeto de evocación: el presente es más extenso que el pasado”. Medio siglo después, Miguel recorre un itinerario de ciudades que tienen tanto presente como pasado y cuentan con más muertos que vivos, y si bien su voz lírica prescinde mayormente de la nostalgia, encuentra un refugio en los espacios naturales e intocados por la modernidad, al mismo tiempo que se encarga de acortar la distancia que lo separa del mundo y de los objetos que lo componen, tal como se desprende de su emblemática canción recitada, Buen día, día, también contenida en este nuevo lanzamiento:
“Aquí tu libertad/ Aquí tu intención apelmazada de ser pájaro”; 
“Han caído cortezas de mí (….)/ Tanto he dormido en el azul barro del invierno/ Como he vuelto desde la blanca luz de los ciegos/ Del mundo desierto entre cactus, reptiles y minerales”
Buen día, día representa quizás el paroxismo poético de Miguel Abuelo, conformado por un optimismo que se cimenta, del mismo modo que el de Girondo, en la exaltación del presente. Es un canto vital en el que la voz lírica bucea al mismo tiempo en las zonas diáfanas y opacas de la existencia y descansa en el leitmotiv del título para oxigenarse y saludar al sol nuevo de la aurora, sin por eso anular los rastros de la noche. 
En palabras de Calamaro, uno de sus mayores discípulos y quien aprovecha cada ocasión para rendirle tributo, “Miguel era popular y sofisticado, matón y distinguido, con el tablón y con la poesía. Estaba hecho con pedazos de barro de la Argentina y con pedazos de cielo. Era un aristócrata vagabundo”. Hoy, treinta y seis años después de su muerte, el lanzamiento de un disco inédito es el mejor homenaje a un artista que, tal vez, en los márgenes de alguna ciudad y armado con una guitarra, esté pronto a recomenzar su marcha. 

Tomás Zygier

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