06/03/2025
20/2: “Jazz Rosa” en Museo Simik
La camisa dentro del pantalón, la danza, las variaciones caprichosas que imprime a lo que canta. No sé su nombre, le conozco apenas la voz y de lejos la cara, impasible, como habituada a enfrentar la mirada del público. La voz no se presenta con toda limpidez porque la proyecta un micrófono antiguo y portátil, de esos que sostenían los tangueros del siglo pasado. La voz es, también ella, tanguera. Aunque se distraiga en las piruetas del jazz y bordee de a ratos los boleros, está hecha de tango y de tangos. 

El cantante no está solo, lo acompaña una banda que exhibe una coreografía labrada al calor del virtuosismo. Jazz Rosa le rinde pleitesía a la música, tácita pero omnipresente reina madre, depositaria y tutora de cada nota, cada silencio y cada respiración de esos cuatro instrumentos que llenan de color el bar-museo de Chacarita: saxofón, teclado, guitarra y voz. El cantante, sin embargo, se escapa de esa marca, de ese asedio, se divierte: enfrenta y afronta un clásico repertorio jazzero dotado de ingenio, de gracia y de irreverencia. La voz que escuchamos y que se cuela por los poros de ese micrófono machucado es una voz en fuga que pisa la alfombra de la reina sin chauvinismo; sagaz e hipnótica. 

Ahora el saxo también me habla. Lo toca un tipo de mi edad, medio rubio y narigón como yo. Alguien me dice que se llama Camilo. Me cierno en la alfombra y me dejo guiar por un solo que me embriaga. Estas son las instancias en las que me vuelvo consciente de mi absoluto analfabetismo musical. No, no mientras las notas de Camilo me apañan y me mecen. No: ahora, cuando escribo, cuando busco traducir, elaborar mis sensaciones rudimentarias en argumentos que anuden algo del lenguaje musical; ahora, verdaderamente ahora, que trazo estrategias para robarle a ese recuerdo algunas palabras. Mientras suena el saxo, el cantante suspende su número y, como yo, es cautivo y cautivado por el empeño casi mecánico de esas notas que se juntan, se abren y se cierran solamente para engrosar las arcas del corazón.
22/2: Buena Vibra​​​​​​​
Goyo es un tipo de lo más misterioso. No entiendo su edad. Si se pone los lentes parece un pibito y cuando se los saca queda expuesto el contraste entre su voz juvenil y la expresión herrumbrosa de su entrecejo y su mirada. Qué bien canta. Las canciones de Bándalos chinos no le hacen justicia a su talento vocal. De todos modos son coreadas por todo el mundo, también por mí. Creo que habrá que prestarle atención a Vándalos, el disco que estrenarán el primero de abril y cuyo primer sencillo, El ritmo, parece trastocar la liviandad –y a menudo frivolidad– pop a la que nos han acostumbrado. 

En el otro extremo del predio de Ciudad Universitaria, casi al margen del ruido y las luces principales, Lara 91k invita a cantar a Orodembow para recrear Coral Casino, una banda porteña de ¿trap?, ¿reggaetón?, ¿synth-pop? formada hace más de una década y desintegrada algunos años después para dar lugar a los proyectos solistas de sus integrantes. Reunidos ahora ante la puesta de sol cantan "Summer Romance" y los -pocos- espectadores entonan fervorosamente sus líneas. 

“Están vendiendo el cielo”, cabecea una y otra vez Louta en "Todos con el celu", pero casi nadie parece detenerse en el tono alegatorio de sus palabras. Sin darnos por aludidos, todos los celulares lo filmamos estúpidamente al unísono. Louta quiebra su voz para traspasar las pantallas y gritar su verdad a los cuatro vientos, pero recibe poco más que indiferencia. Quiero decir que aunque el público no lo acompañe tanto se está robando el festival. Ofrece mucho más que canciones: además de la súper banda que lo secunda, casi todo su repertorio cuenta con coreografías de danza contemporánea y urbana dispuestas por un grupo numeroso de bailarines. Él de a ratos también se anima a arquear su metro noventa al ritmo del pop asimétrico porteñísimo que cultiva. Ahora hace pasar a Zoe Gotusso para darle forma a "Ayer te vi", la más celebrada de todas, una balada hermosa que después de siete años creo que ha adquirido ya cierto cariz nostálgico. O tal vez sólo me pasa a mí. 
Antes del final, se vale de la coda de No te comas la peli para alentar a la gente a despabilarse con el leitmotiv de "Coolo". También aprovecha y se reconoce expresamente legatario de la tradición kuryaki para caldear la previa del gran reencuentro.  

Pasada la medianoche, Spinetta y Horvilleur aparecen de negro, detrás de ellos un sol naciente colma la pantalla. "Expedición al Klama Hama", el tema que abre Versus (1997), es el elegido para sellar su segundo regreso, ocho años más tarde del cierre de la gira de La humanidad o nosotros (2016), su último álbum. Sin embargo, un minuto después del comienzo, Dante descubre que su micrófono no anda. No disimula la bronca: resuelve acallar a toda la banda, putear al sonidista y volver a empezar, como si esa pitada inicial no hubiera existido. Y tal vez no existió: enseguida la banda se reacomoda, el sonidista soluciona el desperfecto y el dúo saca adelante una versión fiel de esa pieza karateka y legendaria.
A Emma se lo ve más suelto, Dante parece maniatado por las cuerdas de su propia guitarra eléctrica. De todos modos suenan bárbaro y juntos logran un sonido distinto, mejorado, que no se encuentra en ninguno de sus discos solistas. Sostienen una hora y media de show a fuerza de quince hits, uno tras otro. “Mi-mi-mi nombre es Culero Connor, soy cruza de potrillo y de perra”, grita Horvilleur al filo de las dos de la mañana, y adivinamos que ese va a ser el último. Después de la ovación, la pantalla vuelve a dar indicios: aparece un almanaque vacío de 2025, susceptible de ser llenado.    
23/2: un lujo en el Movistar Arena
Sting hace pie en el escenario a las nueve y punto, sin más armas que su bajo y escoltado por el baterista Chris Mass y el guitarrista argentino Dominic Miller, quien lo acompaña desde 1990.

El repertorio de esta gira 3.0 que trae al compositor británico por nuestro país luego de ocho años -la última vez había sido en el Hipódromo de Palermo en ocasión de la presentación de 57th & 9th (2016)- es prácticamente el mismo en todas las ciudades donde se presenta. A saber: un compilado de éxitos perteneciente a su etapa solista y otros tantos cosechados bajo la marca The Police. Probablemente un oyente poco entrenado no podría reconocer a qué etapa pertenece cada canción porque, adaptadas todas a un formato power trío, sus disparidades se hacen menos evidentes. Así, "Never coming home", que integra Sacred love (2003), su séptimo álbum solista, es sucedida (y amalgamada a través de la habilidad de Miller) por "Synchronicity II", desprendida del homónimo y último trabajo discográfico del trío (1983), y ésta a su vez da paso a "Mad about you" (1991), sin que ese enganchado delate las enormes distancias que separan eras musicales tan disímiles. Hace pocos meses, en la antesala del show en Los Ángeles, a propósito de la austeridad sonora de esta gira, el propio cantante dijo: “Me gusta desmantelar las canciones hasta dejarlas en su esquelético esqueleto y disfruto de que sigan siendo lo suficientemente resistentes como para soportar ese tipo de desmantelamiento. Las hace más duras y también más claras. Hay aire entre los instrumentos que permite que el oído se relaje un poco”.

La austeridad también moldea la puesta en escena: el frontman luce una remera con escala de grises y un jean negro. Además tiene un micrófono de diadema, es decir, uno de esos que se usan incorporados a la cara, lo que le permite moverse con mayor libertad en el escenario y minimizar el desgaste de su voz, aunque no lo necesite. La voz de este hombre de 73 años se oye en todo momento sólida. Conserva ese mismo matiz agudo pero aterciopelado que la distingue entre todas las otras voces de su generación. Se les anima incluso a casi todos los éxitos de The Police en sus tonalidades originales. Toda una gesta si se tiene en cuenta que fueron compuestos y grabados hace más de cuarenta años. 

Los bises son reservados para "Roxanne" y la hermosa "Fragile", para la cual, por única vez en toda la noche, Sting deja a un lado el bajo y se calza una guitarra criolla, cuyos arpegios acaban fundiéndose entre los aplausos crepusculares y unánimes de la gente.  

Tomás Zygier

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